Hoy he comenzado la mañana dedicando tiempo a algunas cosas que tenía atrasadas. No es que me fuera la vida en ello pero siempre hay algunas tareas domésticas que se van quedando en lo que yo llamo “el cuarto de atrás”, que no es otra cosa que esa parte de la cabeza a la que no accedemos regularmente. La verdad es que me he levantado de muy buen humor. Desconozco la razón y no voy a cansarme demasiado buscando explicaciones. las cosas son como son y mientras no nos hagan daño es bueno dejar que la vida fluya. Para hoy tenía en la agenda limpiar el cuarto de baño. No es que esté sucio pero mis queridos “pogis” no aman demasiado esa tarea. Además, me quedo más tranquilo haciéndolo personalmente. Lo mismo hago con los platos: uno es frugal en su cocina y no se aleja mucho de las versiones particulares de duelos y quebrantos. Después he recogido la ropa que traje de la lavandería ayer y me he encomendado a esa labor que los hombre tenemos como un reto personal: Coser un botón. Me diréis muchos que no hace falta escribir un tratado para coser un botón pero la mayoría de los hombres nos lo tomamos muy a pecho. Da igual si eres ingeniero aeronáutico y acabas de inventar un motor de aviación que funciona con agua del grifo. Si esa mañana te has cosido un botón es lo primero que contarás.
–Jefe. ¡El motor funciona!
–Si… je, je…Estooo… ¿Has visto que bien me he cosido este botón?
Cuando nosotros nos cosemos un botón es poco probable que se caiga de nuevo. Seguramente penderá de un metro de hilo toda la vida útil de la prenda, pero no se caerá. Por alguna razón ignota los varones cosemos los botones como si estuviéramos sellando un reactor nuclear. Me temo que se nos ha implantado un fuerte atavismo frente a la ignominia de que se nos caiga en público un botón que nosotros mismos hayamos cosido. Así pues, prendido de divagaciones imprescindibles, he buscado mi estuche de viaje – ese que siempre va lleno de cosas que nunca usamos en casa y que por razones desconocidas nos parecen imprescindibles en un viaje- y he comenzado a recopilar el material: hilo, aguja… ¿y el botón?. Pues el botón es lo que falta. No recordaba que no se había caído sino que se había roto. ¿De dónde saco yo ahora un botón?. Recuerdo que en el centro de Santa Ana, a 15 minutos de aquí vi un taller de costureras. Malo será que allí no encuentre un botón. Carretera y manta. Viajes morrocotudos en busca del trifinus melancólicus. No se por qué me viene a la cabeza la obra homónima de Juan Pérez Zúñiga, pero anoto mentalmente que tengo que releerlo en cuanto pueda. Los buenos libros, como la buena música, hay que refrescarlos de vez en cuando. La costurera me muestra un tarro lleno de botones. ¡Casualidad! Ninguno se parece al mío. Tiene que ser Beige y con cuatro agujeros. Me conformo con uno nacarado y con dos orificios. Es para mi ropa de campaña y va a quedar horrible, pero al menos mantendrá en su sitio los pantalones. De vuelta a mi refugio descubro que sólo tengo hilos de colores. ¿Quién en su sano juicio carga con hilo verde, azul y rojo y no con un par de carretes negro y blanco? La edad nos va haciendo incompatibles con coser botones: Si no hemos perdido el pulso hemos perdido la vista y así no hay manera de enhebrar la aguja. Paciencia y un café.
Llaman a la puerta y me llevo la sorpresa más maravillosa de los últimos tiempos. ¡Es Benson! Mi asistente de muchos años al que tenía perdida la pista hace también muchos años. ¿Cómo me ha podido encontrar? ¿Quién le ha dicho que yo estaba en Filipinas? Nos sentamos a hablar de lo mucho que ambos hemos corrido en estos años y en cuánto nos hemos echado mutuamente de menos. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué veladas a la luz de la chimenea en el viejo castillo! Recordamos cuántas noches salíamos de la Manor para ir a la otra orilla. Me dice que lleva tiempo buscándome para darme las gracias por haberle dejado tener vida propia y no haberle vinculado simplemente a mis escritos o a mi vida personal. Lo cierto es que le crié a mis pechos y que él nunca, nunca me defraudó. Cuando se marchó lo hizo porque era absolutamente necesario y ahora ha vuelto a mi porque sabe que yo lo necesito. No aguanto más.
—¿Cómo me has encontrado? —Se sonríe. Siempre me ha intrigado la sonrisa de Benson. Pone un gesto pícaro y levanta ligeramente una ceja. A veces cuando le miro descubro mis propios gestos y creo que a él le encanta cuando eso ocurre. Me lo confiesa—: ha sido Lía.
—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo está lía? –le pregunto a uña de caballo-. Estupenda -me contesta. Esa noticia es para mi como un espectáculo de fuegos artificiales. ¡Después de tantos años!. Me comenta que ella está trabajando muchísimo y que tiene entre las manos una nueva obra. Casi no le escucho.
Recuerdo de Lía cómo corríamos descalzos por la nieve, los baños en el río y los paseos al atardecer dorado de los canales de Marte. Recuerdo las conversaciones sobre poesía y cómo la vimos crecer en su literatura pasito a pasito… Despacio… Siempre me le imaginaba como Alfonsina caminando hacia el mar, con ese pie menudo que casi no escribe en la arena. En ese momento me viene a la memoria una nube de tormenta
—¿Y cómo está su corazón? -Pregunto casi con miedo a escuchar la respuesta. Benson se encoge de hombros—. Ya sabe –me dice-. Hay un trocito que ya no late, pero ha entrado una personita en su vida que ilumina su cara cada mañana.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Si ella es feliz, ese don que tiene para contar cosas se multiplicará hasta la locura. Benson me quita el pantalón de las manos y comienza a coser el botón. Benson no es como yo. ¡Él sabe coser botones!
—¿Sabe? –me dice-. En su nueva obra ha dejado un sitio para usted…
—¿Bromeas? –Lo miro serio.
—No Sire, nunca bromearía con este asunto.
Cuando Benson me llama Sire quiere decir que está hablando muy, muy en serio. Me doy cuenta que a partir de ahí no le sacaré una palabra más sobre el asunto. Sólo hay una persona en el mundo a quien Benson es más fiel que a mí y esa persona es Lía. ¡Mi querida Lía!… Que me recuerda su nombre como si alguna vez fuera yo capaz de olvidarlo. Que me pregunta cómo estoy cuando con una mirada sabe más de mi de lo que podrán saber jamás todos los médicos del mundo…
—¿Te vas a quedar mucho tiempo? -le pregunto a Benson que no ha levantado la vista de la costura. Pone cara de niño malo, levanta una ceja y dice:
–Para siempre Sire, para siempre.
Ser amiga de Benson era un don. Sus cariños parecían honrados, bendecidos, poéticos. Me sentía privilegiada, siempre importante ante sus ojos.
Bienvenida, Liliana. El don es tenerte con nosotros.